
Nací y viví en el franquismo. No demasiados años, tuve esa suerte. El dictador murió cuando todavía estaba en el instituto y fui a la Universidad en una transición convulsa, que algunos llaman modélica y yo creo que simplemente fue lo que se pudo hacer en aquel momento.
Mi familia no entró en guerra, Castilla fue de los golpistas desde el primer momento. Mis abuelos eran ya mayores, casados y con hijos, y sus descendientes aún niños no fueron llamados a filas. Lo que vieron y sufrieron tenían miedo de mencionarlo. Se pasaba como de puntillas sobre primos lejanos que «habían muerto en la guerra». Ni se mencionaba en qué bando.
Viví con esa discreción suya, característica también en otras muchas facetas vitales. No supe que eran tantísimos miles los que estaban perdidos por los campos, enterrados en fosas comunes o en las cunetas hasta finales de los noventa. Personalmente sé demasiado bien lo que es que te arranquen a alguien muy querido en horribles circunstancias. ¿Cómo no comprender esos duelos sin cerrar?
Me parece una insensatez totalitaria lo que el alcalde de Madrid ha hecho con el monumento a los asesinados no ya en la guerra civil, sino en los cinco años posteriores. En noviembre retiró los nombres de los fallecidos. Ahora ha eliminado los versos de Miguel Hernández que sus familiares y allegados habían elegido para acompañar el memorial. Y ha resignificado el monumento de forma que no sea para los represaliados en la primera postguerra.
Le da igual que ese fuese el sitio exacto donde estuvo su fosa. Considera que es mejor que el texto aluda a todos los muertos desde 1936 al 44. Con una supuesta equidistancia que en realidad intenta ocultar que el dictador mató a miles de personas después de la guerra.
Como filóloga y como profesora he estudiado y comentado los poemas de Miguel Hernández muchas veces. Sus versos me han ido acompañando toda la vida. Los tercetos de su Elegía expresaban bellamente todo el desconsuelo y la rabia que necesitaba cuando me robaron a Rodrigo:
Un manotazo duro, un golpe helado,/ un hachazo invisible y homicida,/
un empujón brutal te ha derribado
No hay extensión más grande que mi herida./ Lloro mi desventura y sus conjuntos./ Y siento más tu muerte que mi vida
Ando sobre rastrojos de difuntos./ Y sin calor de nadie y sin consuelo/
voy de mi corazón a mis asuntos
Temprano levantó la muerte el vuelo./ Temprano madrugó la madrugada./
Temprano estás rodando por el suelo
No perdono a la muerte enamorada./ No perdono a la vida desatenta./
No perdono a la tierra ni a la nada
En mis manos levanto una tormenta/ de piedras, rayos y hachas estridentes,/ sedienta de catástrofes y hambrienta …
He visto en las redes sociales que muchos citaban a Miguel Hernández como una humilde forma de desagravio con el poeta y los represaliados. Y de denuncia por los desmanes cometidos contra el memorial. Por ambas razones escribo este artículo hoy. Y aunque hay muchos más poemas que me encantan y podría redactar media docena más de artículos sobre ellos, termino con un fragmento de la CANCIÓN DEL ESPOSO SOLDADO. En él, el poeta escribe a su mujer, embarazada, mientras lucha contra los sublevados.
Un texto de propaganda antifranquista, pero también cargado de ternura y belleza. ¿Es esto lo que tanto les molesta a los que deshacen monumentos?
«Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.
Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.
Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.
Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.
Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.
Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.
Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.
Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.»
Me has traído a la memoria mi época de estudiante de actriz, hace demasiados años ya. Para una de las clases, escogí esa Elegía. Recuerdo que algunos versos me costaron porque no acababa de entender su significado, Es un poema muy duro, muy íntimo, al igual que tu artículo, que me ha encantado. Saludos.
Gracias por compartir esa experiencia vital conmigo. Y por este comentario. Un abrazo.