
Para mi yo niña de entonces, la Singer de mi abuela estaba teñida de la magia de los cuentos. En aquella torre negra con algo afilado que subía, bajaba y sonaba como a truenos, vivía una princesa que nadie se atrevió nunca a rescatar. Pobrina. Era peligroso acercarse siquiera, así que me habían habilitado una sillita de enea donde me sentaban, bien lejos, y desde la que miraba el enorme trajín de tela, hilos y tijeras. Para aquellos entonces tenía yo cuatro años y la máquina se había quedado sola en la vieja casa de la abuela. La tía no tenía sitio para meterla en la suya, bastante había con que lo hubiera para la yaya, así que se hacía un peregrinaje curioso cada vez que era necesario «pasar algo a la máquina». A mí me encantaban esos viajes por la ciudad, del barrio nuevo de los tíos, al antiguo y céntrico de la abuelina.
El día que me independicé descubrí los kilómetros de tela que necesitaba coser para las cortinas de la casa y decidí que no iba a hacerlo a mano. Podía haberme comprado una máquina eléctrica nueva, ahora lo pienso, aunque ni se me ocurrió. Me acordé solamente de la Singer arrumbada de mi ya muy anciana abuelita y le pedí permiso para traérmela a Madrid. Le pareció una idea estupenda, le dolía que nadie valorase aquel tesoro vital que la había ayudado tanto tiempo. Fue una fiesta ir a por ella y verla disfrutar explicándome cómo funcionaba.
La Singer de mi abuela se compró en 1931, dice la factura. Y, por cierto, tuvieron que traerla desde la Gran Bretaña, era una máquina de importación. Negra y dorada, reposa o se esconde, alternativamente, en un mueble de madera oscura con dos cajones a cada lado y otro central, muy largo, que en lugar de abrirse, bascula sobre un eje. La conexión de la máquina con el pedal, de bamboleo, se hace con una fina tira de cuero que se pudede quitar y poner y que todavía aguanta operativa, es increíble. Está claro que antes las cosas se hacían para durar. Hay un número de serie en la base de la máquina y cuando lo busqué en los listados on-line de la casa Singer descubrí que era un modelo de 1928.
Dónde está ahora
La tengo en mi pequeño taller de costura, al lado de otra Singer moderna, electrónica y plasticosa, que muestra un diseño alargado, casi futurista, pero para nada tan hermoso como la de mi abuela. Sin embargo me viene muy bien para hacer canillas y zigzag y puntadas decorativas varias. Eso sí, cuando hay que coser algo duro, grueso o difícil, no hay nada como el ritmo magnífico de la máquina vieja. Y ningún pespunte a la vista es más bonito que el que ella hace.
Lo que supuso para tantas generaciones
Mi abuela no tuvo que ganarse la vida cosiendo, pero esa máquina la ayudó muchísimo y siempre me contaba que podría haber sido una importante fuente de sustento, como en tantas casas, si hubiera sido necesario, y que les salvó de mil y un avatares. Las telas almacenadas en los años previos, por ejemplo, surtieron a toda la familia de la ropa necesaria en los terribles y larguísimos meses de la guerra civil. Sobre todo a los niños, que crecían deprisa y rompían mucho o todo se les quedaba pequeño enseguida. Se reía contando lo guapos que terminaron todos, mayores y pequeños, a rayas, cuando ya solo le quedaba tela de hacer colchones. «Era dura y tiesa, así les duró más. Como para no aprovecharla. Ninguno se quejó.»