
Pasan los días y no se me ocurre nada que contar aquí, he perdido el hábito de un artículo cada viernes. Tengo una novela terminada y no sé qué hacer con ella. Entre el síndrome de impostor que me hace dudar de su valía y las circunstancias que vivimos, se ha quedado ahí, tristona, esperando nuevos tiempos.
No me gusta quedarme quieta, ni perder el pulso narrador, así que voy escribiendo otra. La pobre avanza muy despacio. Repaso mucho, recapacito, encuentro errores, los soluciono… Pero a ratos me agobia. Me parece que se ha convertido en una obligación cada vez más pesada y empiezo a sentir deseos de librarme de ella. Sobre todo porque con lo que está pasando es una insensatez dedicarse a futilidades inútiles. Incluso me digo que debería darme vergüenza.
Sin embargo, no me dejo engañar por la desidia y el malestar de los confinamientos. Si lo hiciera, entonces, ¿a qué dedicaría las horas? Si esto no me cunde, ¿hay otro campo en el que ser más eficiente? ¿Existe alguna otra actividad que eche de menos y no hago por culpa de la escritura? Preparar vídeos con presentaciones didácticas, me digo a mí misma. O pintar al óleo. O coser. Ya. ¿Seguro? ¿Y por qué ni siquiera lo intento?, ¿en qué se me van las mañanas?, ¿y las tardes?
Es lo más llamativo de estas últimas jornadas, que cuanto menos hago, menos me apetece. ¿De verdad? Reviso lo que hice el día de ayer para comprobarlo:
- Leer el periódico
- Escribir y mantener las bitácoras
- Continuar la novela
- Domesticidades varias
- Ver unos episodios con mi marido y compañero de encierro
- Charlar con él
- Redes sociales, vídeos, contacto con otros
- Más domesticidades
Y compruebo que tampoco es que haya estado mano sobre mano. Puede que ya no sea tan eficaz, pero tampoco es cosa de prohibirme a mí misma todo divertimento. Creo que las horas productivas van menguando porque el encierro embrutece. Me temo que nuestra tendencia a entretenernos es instintiva, que sirve para olvidar lo que pasa y está ahí, a punto de aterrorizarnos.
Y luego vuelvo a nuestras circunstancias de primer mundo. No sufrimos carestía de suministros, ropa, lectura o distracciones variadas. Los mayores nos contaron sucesos mucho más extremos, de hambre, bombas, sótanos, sirenas, cartillas de racionamiento, tensión y violencia. Sabemos que hay países donde muchos no tienen ni lugar donde recluirse en aislamiento, ni posibilidad de almacenar comestibles, porque viven hacinados y se buscan la comida cada día.
Estamos bien. Pesa en nuestro espíritu la ausencia de libertad porque no solo es duro sentirse constreñido, es que enajena, embrutece el alma. Pero si evitamos la autocompasión, si ponemos las cosas en perspectiva, estamos entre los que tienen el privilegio de tener de todo y de contar con un estado que vela por nosotros.
Lleva unos días lloviendo. A ratos sale el sol y la primavera está mandándonos regalos muy hermosos. Parece que las curvas de contagio se han desplomado, que las medidas de aislamiento están dando frutos, aunque haya muchas bajas todavía que nos hacen llorar. Por ejemplo, nosotros, lamentablemente, ya tenemos a alguien en peligro, hospitalizado.
Pendientes de su evolución, cuando me parecía no tener nada que contar, me han salido estas reflexiones. Ya no me paro. Me lanzo al reto de darle sentido a mi jaula de oro. Buen día a todos.