
Desde hace años es mi costumbre ir a la compra los martes. Cuando aún estaba en activo lo hacía al salir del trabajo, alrededor de las tres. Este curso, que ya no tengo obligaciones, voy tempranito, nada más abrir, a las nueve de la mañana. A primera hora es cuando me viene bien, no solo porque soy madrugadora, es que me gusta disfrutar de los espacios con poquito público. He seguido mi costumbre incluso en medio de esta crisis sanitaria, pero lo usual ha dejado de serlo. Hoy quiero contar cómo han evolucionado las cosas en las tres últimas ocasiones que he acudido al híper de mi barrio.
El martes de 10 de marzo todavía no se había decretado la reclusión, pero sí se acababa de anunciar que el miércoles 11 cerrarían los colegios. Era el momento del pánico. No por mi parte, desde luego, aunque sí pude verlo en muchos compradores compulsivos a mi alrededor. Lo primero sorprendente fue que había más de cincuenta personas esperando a la entrada y que se lanzaron como locos cuando se abrieron las puertas. Yo llenaba mi carro con los productos frescos de siempre mientras otros se llevaban cosas que a mí me parecían rarísimas, como muchos rollos de papel higiénico.
Me asombraba que no hicieran acopio de latas, legumbres, pasta o arroz. Tampoco que no se llevasen platos preparados o embutidos. En fin, además de lo acostumbrado, yo añadí lo que me pareció que podía enriquecer mi despensa normalmente bien surtida: frutos secos, salsas, pan en tostadas y leche en polvo. Y tuve comida suficiente para no tener que ir de nuevo hasta la semana siguiente.
El martes 17 de marzo, ya en activo el estado de alarma, me afectó ver las calles tan solitarias de personas y tan llenas de vehículos aparcados. Esa era la primera diferencia. Yo estaba recluida desde el sábado y no había pulsado la nueva vida de mi ciudad. Conduje el coche hasta el supermercado sin encontrarme a nadie por el camino. No sabía cómo podría estar el asunto, había visto en los informativos que el fin de semana los clientes habían arrasado con casi todo. Para mi sorpresa el aparcamiento tenía muchas plazas libres. Bien.
Evité acudir justo en la apertura, serían las nueve y cinco. Comprobé que había más personal de seguridad y muchísimos reponedores, algunos, no todos, con mascarillas. Poca clientela, poca cola (solo una persona delante para pagar) y una cajera irascible, sin ningún tipo de protección, que se quejaba de que por necesidades de servicio estaba ocupando un puesto que no le correspondía. Comentaba también que el fin de semana había sido una batalla campal contra clientes maleducados y violentos.
Compré lo que llevaba apuntado en mi lista, un poco más de lo normal, por si acaso, pero bastante parecido a lo de siempre. He de escribir, sin embargo, que muchos productos se habían encarecido. Ah, y que se impedía el acceso a productos textiles, menaje, etc…
Hoy, martes, 24 de marzo, acabo de regresar y de nuevo esta ha sido mi única salida en una semana. Me he cruzado con dos coches, he visto a una señora paseando a su perro y a un anciano, que no sabría decir por qué andaba por la calle, porque estaba muy lejos. También vi dos autobuses, aparentemente vacíos, y a sus conductores trabajando por todos nosotros.
He llegado a las nueve y diez, el aparcamiento algo más lleno de lo habitual de antes de todo este lío, pero tampoco mucho. Y ahora sí, más personal de seguridad, pero todos con mascarilla. Incluso el que en la puerta siempre saluda con su Buenooosss díaaaas y que eché en falta el martes pasado.
Había de todo, incluido el papel higiénico que solemos usar y que estaba agotado antes. Solo hallé un hueco cuando busqué la lejía densa que nos gusta, menos mal que tenemos todavía suficiente. Todos los reponedores y cajeros llevaban guantes de vinilo y mascarilla quirúrgica. Y en las cajas habían colocado unas estupendas mamparas protectoras transparentes.
Como tenía solo una persona delante de mí y ya estaba cargando su carro, hice el ademán de empezar a colocar cosas en la cinta transportadora. Y me gané un grito de la cajera que me dijo que no pasase de la línea marcada.
Perdón, ¿qué línea?, le dije. La del suelo, me contestó. Y yo retrocedí dos pasos y no vi nada. ¿La ve? No, lo siento. No la veo. Hace una semana que no salgo y no me sé las nuevas normas. Pues ¿ve esa línea en la caja de mi compañera de enfrente? La verdad es que yo no veía nada, sigo sin saber dónde estaba esa línea, creo que era imaginaria, pero la obedecí sin más conversación. Me temo que la pobre llevaba muchas malas experiencias ya. Y eso de estar educando al público debe de ser una tortura. Qué me va a decir a mí, treinta y ocho cursos de experiencia docente. La creo a pies juntillas y respeto sus prevenciones.
En fin, ya recluida de nuevo, constato que los precios siguen altos. Me propongo quedarme otra semana más enclaustrada, cumpliendo el protocolo. Sin embargo no quiero dejar de agradecer a todos los que siguen ahí, al pie del cañón, con miedo de llevarse el virus a su casa y con su gente querida. Los trabajadores de la sanidad, de las farmacias, de la alimentación, del transporte, de la seguridad: MUCHAS GRACIAS.