
Este nuevo aniversario se ha teñido de escritura con la publicación de tu libro, Rodrigo. Algo muy especial que, por contraste, acentúa la sensación de irrealidad que me asalta cuando se rompe la rutina.
Y me pregunto dónde están los tiempos de tu infancia, hijo, tus divertidas risas adolescentes, tus enormes, vitales, optimistas ilusiones juveniles, tus planes de futuro.
Todo se lo llevó por delante la maldad fanática de unos locos yihadistas. Y no hay nada que te pueda traer de vuelta.
Todavía me duele el alma de esperarte junto a la ventana, Rodrigo. Todavía me envuelve el frío del miedo de haberte perdido.
No importa que el día a día parezca haber domesticado el vacío de tu cama siempre hecha. De pronto, el hueco de tu silla huérfana, hoy, (quince años después, cómo es posible), resulta más evidente que nunca.
Y añoro el sonido de tu voz, tu risa franca, la huella de tus pasos y los gestos que acompañaban siempre tus conversaciones.
Y comprendo que se me quedaron demasiados abrazos pendientes. Que todavía necesito que me cuentes mil historias de las tuyas. Y compartir contigo viajes, y juegos, y canciones, y quedadas, y comidas, y…
Aún siento dolorosamente que me faltas tú, y no me conformo, y no me acostumbro. Se me multiplica todo el cariño que tenía que entregarte y se me quedó entre las manos, me desborda, se vuelve incontenible y me arrastra con él.
Quince años sin ti, pero siempre contigo.
No sé cuándo volveremos a vernos, hijo. Voy en tu busca, espero que salgas a mi encuentro. Te quiero.